A veces no sé si lo que siento es amor o enfermedad. Me duele el pecho, me arde el cuerpo, como si cada palabra no dicha me fuera pudriendo desde dentro. Todo se distorsiona cuando pienso en ti. La realidad se fragmenta, y mi carne se vuelve hueca.
Me hablas de él… de ese alguien que no te ama como yo lo haría, y sin embargo ahí estás, y yo aquí, mordiendo la ansiedad, sintiéndome menos que un fantasma. Me destrozan tus palabras dulces sobre otro, me envenenan porque son tuyas, porque salen de ti, porque no me las dices a mí.
¿Qué clase de monstruo soy? Te amo y no puedo decírtelo. Me ahogo en mis propias mentiras, en mis silencios forzados, porque también hay alguien a quien yo lastimo por pensar solo en ti. ¿Lo ves? No soy noble. Soy una contradicción andante, un cobarde que sufre por su deseo y arrastra culpa por no negarlo
Te pido perdón. No por lo que siento, eso no puedo evitarlo. Te pido perdón por haberte mostrado mi herida sin haberte pedido permiso, por haberte hecho cargar con mi dolor como si fuera tu culpa que no me ames como yo quisiera.
Lo confieso, me celó hasta el alma saber que tus pensamientos pueden ir hacia otro, y me odio por sentirlo, porque no tengo derecho. Pero aún más me destruye no poder estar contigo de verdad, no poder tomarte de la mano y decirlo sin miedo: No pienses en nadie más, solo en mí.
Estoy al borde del colapso. No por lo que me haces, sino por lo que yo soy contigo: alguien incapaz de fingir, pero también incapaz de actuar. Un iluso dolente, atado al deseo, al arrepentimiento, y a esta soledad que me grita tu nombre cada noche.
Perdón. Solo eso. Perdón por amarte así.
Pero hay más. No puedo callarlo.
Hemos compartido el alma y la piel. Nos hemos dicho “te amo” con los labios temblando de culpa y deseo, con la certeza de que estábamos quebrando algo que no se puede reparar. Pero aún así, no paramos. Porque cuando te tengo cerca, cuando te beso, cuando te hago el amor, todo lo demás deja de existir. Solo quedamos tú, yo, y ese temblor eléctrico que ocurre cuando vibramos a la misma frecuencia.
Nos miran. Nos juzgan. Te han regañado. A ti. Y yo, miserable, sabiendo que es por mi culpa, no detengo nada. Me escondo en esa mentira disfrazada de filosofía barata: “dejemos que fluya”, cuando en realidad sé que nos estamos dejando ir hacia ningún lugar, hacia un abismo sin dirección. Y no quiero soltar el timón, porque eres tú el mar, y el naufragio también.
Me odio por no poder detenerme. Me odio por no querer hacerlo. Porque tú no eres una aventura. No eres un error. Eres todo lo que mi alma eligió antes de que mi razón tuviera tiempo de opinar.
¿Cómo se detiene uno cuando ha encontrado lo que muchos buscan toda la vida? ¿Cómo me alejo si ya viví contigo todo eso que no se puede desvivir? Me desgarra mantenernos lejos cuando estamos tan cerca, y me mata pensar que esto, lo nuestro, pueda terminar siendo una herida más que un refugio.
Perdón. Por desearte tanto, por hacerte daño sin querer. Perdón por esa parte de mí que no quiere pedir perdón, porque te ama incluso cuando no debería.
Estoy colapsando, lo sé. Porque hasta el cielo se vuelve insoportable cuando lo contemplo desde el filo de lo que podría perderte, sin saber si te tengo.

REGRESAR